Dicen que el amor mueve el mundo. Si así fuera, los días hoy por hoy, en vez de veinticuatro, tendrían al menos cien horas. El amor está desvirtuado en estos días. Estar enamorado se ha convertido en un síntoma de debilidad, sobre todo para las mujeres que pretenden hacerse valer como personas.
Es inevitable. El hecho de que los demás puedan saber que se nos mueve un músculo debajo del pecho, nos hace sentir más vulnerables. Todos nuestros miedos salen a flote y nos sentimos pequeñas y desprotegidas. Nos sentimos observadas y ridículas. Y más aún cuando el destinatario de nuestro enamoramiento es una persona que parece estar muy lejos de nuestro alcance.
Así me sentí anoche: pequeña y ridícula. ¿Cómo se me pudo ocurrir proponerle abiertamente al Turichuli (así le llamaré) que se viniera conmigo a casa? Sobre todo sabiendo que su novia le esperaba dormidita en casa. Y lo peor es que no me di cuenta de la tontería que estaba haciendo hasta que me rechazó.
Eso me pasa por encapricharme con la persona equivocada. Yo sabía perfectamente que el Turichuli nunca ha querido de mí más que el par de canitas al aire que ya echó. Pero yo quería una tercera. Me convencí a mi misma durante las últimas dos semanas de que no, de que no habría una tercera. Pero al final fui yo la que acabé lanzándome al vacío detrás de él por conseguir esa tercera.
Y aquí estoy ahora, con ganas de desaparecer del mapa.
No sé qué me pasa. En el último año no he hecho más que enfrascarme en relaciones equivocadas. Todas las relaciones amorosas (por no decir sexuales con algo de sentimiento) que he tenido este año han sido absolutas locuras. Un hombre casado que vive a 6.000 kilómetros, por el que recorrí medio país para mantener encuentros fugaces; mi ennoviada jefa, con la que me lancé a encuentros furtivos de cuarto de baño y secretas noches de pasión, y ahora el Turichuli: un guapo, rico y pijo político con el que tengo que trabajar casi a diario.
¿En qué estoy pensando?
Lo de anoche creo que ha sido la gota que ha colmado el vaso. Me emborraché como hacía años, cogí el coche en ese estado sólo por tratar de llevármelo a casa y acabé dejándolo en la suya para que fuera a dormir con su novia después de cuatro o cinco besos apasionados conmigo antes de bajarse de mi coche.
Lo peor de todo es que ahora debe pensar que me tiene en sus manos. ¡Ese no era el plan, Judi, ese no era el plan! El plan era tenerlo yo en mis manos. El plan era divertirme con él y además conseguir buenas informaciones con ello. El plan era ser una diosa en la cama y su peor pesadilla en las páginas del periódico. ¿Cómo voy a hacerle ahora la entrevista incisiva que tenía preparada? ¡Va a pensar que es por despecho, por no haberse acostado conmigo!
Creo que voy a tener que buscarme un psicólogo en esta ciudad. En el año que hace que llegué a ella me he perdido. Bebo demasiado, no hago más que salir de juerga y trabajar, y encima me meto en líos como éste. Tengo cientos de amigos, sí, estoy en el mejor momento profesional de mi vida, he logrado la independencia económica y emocional (a ratos ésta última). Y aún así, acabo llegando a días como el de hoy en que quiero ser un avestruz para esconder la cabeza en un agujero.
Tengo que poner un freno.
De momento, este fin de semana estoy castigada: nada de salir. Bastante he tenido con lo de anoche.
Es inevitable. El hecho de que los demás puedan saber que se nos mueve un músculo debajo del pecho, nos hace sentir más vulnerables. Todos nuestros miedos salen a flote y nos sentimos pequeñas y desprotegidas. Nos sentimos observadas y ridículas. Y más aún cuando el destinatario de nuestro enamoramiento es una persona que parece estar muy lejos de nuestro alcance.
Así me sentí anoche: pequeña y ridícula. ¿Cómo se me pudo ocurrir proponerle abiertamente al Turichuli (así le llamaré) que se viniera conmigo a casa? Sobre todo sabiendo que su novia le esperaba dormidita en casa. Y lo peor es que no me di cuenta de la tontería que estaba haciendo hasta que me rechazó.
Eso me pasa por encapricharme con la persona equivocada. Yo sabía perfectamente que el Turichuli nunca ha querido de mí más que el par de canitas al aire que ya echó. Pero yo quería una tercera. Me convencí a mi misma durante las últimas dos semanas de que no, de que no habría una tercera. Pero al final fui yo la que acabé lanzándome al vacío detrás de él por conseguir esa tercera.
Y aquí estoy ahora, con ganas de desaparecer del mapa.
No sé qué me pasa. En el último año no he hecho más que enfrascarme en relaciones equivocadas. Todas las relaciones amorosas (por no decir sexuales con algo de sentimiento) que he tenido este año han sido absolutas locuras. Un hombre casado que vive a 6.000 kilómetros, por el que recorrí medio país para mantener encuentros fugaces; mi ennoviada jefa, con la que me lancé a encuentros furtivos de cuarto de baño y secretas noches de pasión, y ahora el Turichuli: un guapo, rico y pijo político con el que tengo que trabajar casi a diario.
¿En qué estoy pensando?
Lo de anoche creo que ha sido la gota que ha colmado el vaso. Me emborraché como hacía años, cogí el coche en ese estado sólo por tratar de llevármelo a casa y acabé dejándolo en la suya para que fuera a dormir con su novia después de cuatro o cinco besos apasionados conmigo antes de bajarse de mi coche.
Lo peor de todo es que ahora debe pensar que me tiene en sus manos. ¡Ese no era el plan, Judi, ese no era el plan! El plan era tenerlo yo en mis manos. El plan era divertirme con él y además conseguir buenas informaciones con ello. El plan era ser una diosa en la cama y su peor pesadilla en las páginas del periódico. ¿Cómo voy a hacerle ahora la entrevista incisiva que tenía preparada? ¡Va a pensar que es por despecho, por no haberse acostado conmigo!
Creo que voy a tener que buscarme un psicólogo en esta ciudad. En el año que hace que llegué a ella me he perdido. Bebo demasiado, no hago más que salir de juerga y trabajar, y encima me meto en líos como éste. Tengo cientos de amigos, sí, estoy en el mejor momento profesional de mi vida, he logrado la independencia económica y emocional (a ratos ésta última). Y aún así, acabo llegando a días como el de hoy en que quiero ser un avestruz para esconder la cabeza en un agujero.
Tengo que poner un freno.
De momento, este fin de semana estoy castigada: nada de salir. Bastante he tenido con lo de anoche.
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