Sara, mi hija (stra) -la coletilla la pongo entre paréntesis porque no me gusta demasiado y porque el tiempo y las venturas y desventuras me han hecho querer a ese bicho como si fuera propio, aunque para ello tendría que haberla parido con 16 años-, está gritando tanto al teléfono que no consigo escuchar la serie que estoy viendo.
La he parado para esperar a ver si paraba o para ver si su padre se decidía a decirle algo o algo... Y he escuchado parte de la conversación que mantenía a gritos: “Lo que pasa es que le tienes tanto miedo a tu madre que no eres capaz de hacerlo aunque sepas que es lo correcto”, decía a voces. No me hizo falta oír más para saber con quien hablaba y de qué. Era su prima desde el otro lado del mundo y hablaban sobre el súcubo supremo, la tía de Sara, la ex-cuñada de mi marido.
Es un ser realmente curioso. Tan terrorífico como interesante desde el punto de vista de quién gusta de descubrir rarezas en el mundo. Aunque me temo que no es tan rara como parece, sino más bien difícilmente reconocible.
He de confesar que ni siquiera conozco a Mirta en persona. Hace ya siete años que escuché su voz al teléfono una de las veces que, de un modo insistente durante una temporada, le dio por llamar a casa, cuando Enrique y yo apenas empezábamos a convivir. Algo me recorrió el cuerpo de punta a punta tan solo percibiéndola al teléfono. Y por entonces no sabía prácticamente nada de ella, mas allá de que era la hermana de la ex de mi, entonces, aún novio y que llamaba por no sé qué favor pendiente. Pero el vello de todo el cuerpo se me erizaba tan solo oyendo el timbre del teléfono. Y eso era raro. No soy una mujer celosa. Creo que nunca lo he sido. Al menos, no de un modo enfermizo u obsesivo ni sin fundamento. Y lo cierto es que tampoco podía identificar aquel escalofrío con celos exactamente. Solo era capaz de notar que aquella mujer me producía un rechazo inexplicable.
Cuando me decidí a confesárselo a Enrique, él se animó a hablarme un poco de ella. Muy a cuenta gotas, claro, porque él es así, ya lo conoceréis. No tardé en decidir que no permitiría que se me acercara jamás. Me contó que vivía en Vancouver, casada con un multimillonario al que parecía no haber querido nunca. Que hacía un año, estando de visita en la ciudad, Enrique le había presentado a su compañero de piso, un tal Juan, y se había liado con él. Y que éste, de buenas a primeras, lo había dejado todo para irse detrás de ella a Canadá.
Por entonces, cuando Enrique me contaba aquella historia, ni siquiera estaba seguro de si era cierto o no el rumor de que estaba embarazada.
Lo estaba. Y tuvo a aquel niño moreno de ojos negros. Y a los nueve meses, a una niña, igual de morena y de ojos negros. Y ambos dijo a su caucasico marido ser fruto de un tratamiento de inseminación in vitro al que se había sometido. Y el diablo sabrá cómo lo hace para que colara, porque ambos fueron reconocidos como hijos del millonario.
Han pasado siete años y la súcubo vive ahora de vuelta en España, con una suculenta pensión sin divorcio de por medio. Imagino que porque sale más caro el collar que el perro. Y con ella los dos niños. Y hasta hace poco vivía también con ellos Andreas, el amigo de la infancia de Enrique que estuvo siempre enamorado de Mirta y que creía estar viviendo sus segundas primaveras de miel, hasta que hace unos pocos meses, el tal Juan, que había desaparecido sin rastro tras el alumbramiento de la segunda criatura, volvió a escena sabe Dios de donde... Y así, sin demasiadas explicaciones, Andreas vio como el mundo de fantasía que Mirta había construído para él se hacía añicos de un plumazo.
Nos lo contaba hace unos días, cabizbajo, con una cerveza en la mano, hilos de amargura en la frente y esa niebla de incredulidad que le queda a las víctimas de los demonios en la mirada. El pobre aún dice amarla. Es absolutamente impresionante el poder de estos seres sobre las emociones ajenas. Sobre todo sabiendo que carecen de ellas.
Como decía, era Miry con quién hablaba Sara desesperándose a gritos al teléfono. Miry, la hija mayor del súcubo. Vive sola en Canadá. Tiene 23 años y ni la edad, ni los miles de kilómetros de distancia son suficientes para aplacar el terror, calmar el dolor y romper el influjo que sobre ella ejerce su madre. No sé qué le habrá hecho esta vez. Pero seguro que nada bueno.
Os seguiré contando y explicando...
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